Como comentamos en la Primera Parte de este artículo nuestro siguiente destino sería la cueva de Hornos de la Peña.Para llegar hasta ella es necesario callejear un poco por el pueblo de Tarriba y desde allí seguir las indicaciones. Para aparcar el coche hay que pasarse la entrada unos cien o doscientos metros y allí existe un pequeño rellano donde podemos dejar nuestro vehículo.

En nuestra visita a las monedas nos avisaron de que hay que subir por el camino señalizado como entrada y no el que está junto al aparcamiento ya que este no lleva a la cueva y puedes perderte. Así que subimos andando por el camino correcto hasta llegar a un pequeño cobertizo que hace las funciones de oficina de recepción. Allí nos esperaba Ludovico, un guía que llevaba más de treinta años enseñando las cuevas y que hizo de esta visita la mejor de todas.
-¿Os gusta la prehistoria?
Fue la primera pregunta de nuestro guía mientras ascendíamos unos pocos escalones para llegar al acceso de la cueva que se encontraba un tramo por encima de nosotros. La entrada de la cueva está tapiada dejando una puerta metálica como único acceso. Al atraversarla accedemos a la parte donde presumiblemente se habitaba. A mano izquierda nos recibe la imagen de un caballo grabado en piedra.


Ludovico nos comenta que en estudios anteriores se hablaba del grabado en una de las piedras de un bisonte la cual desapareció, no se sabe si cuando levantaron el muro usaron esa piedra o simplemente se la llevaron. El caso es que hoy en día esta pieza permanece desaparecida. Al fondo de esta cavidad una nueva pequeña puerta nos permite el acceso a la parte interior y sagrada de Hornos de la Peña. Hay que agacharse para pasar dado que la altura de la misma es muy baja. Ya en el interior observo como existen distintos estratos de las diferentes épocas y que son visibles a simple vista. Parte del material principal se trata de barro natural y hay que tener cuidado donde se ponen las manos para tratar de no dañar nada. Pasado el estrecho pasillo llegamos a una cavidad más grande.
–Fijaos en esto.– Comenta Ludovico que proyecta una imagen de entusiasmo constante y es contagiosa mientras alumbra una pequeña oquedad en la roca.-Muchas veces olvidamos que no sólo existen estalagmitas y estalactitas gigantes si no también en miniatura. Mirad, mirad…– Nos anima.
Nos agachamos y vemos que efectivamente en la oquedad se han formado mini estalagmitas y estalactitas creando una especie de modelo en miniatura de la cueva.
–Y ahora escuchad.-Continúa
Durante unos segundos nos quedamos en silencio para escuchar el sonido de algunas gotas de lluvia que se deslizan en la roca provocando un sonido hueco al chocar contra los charcos de agua formados.
–Es la canción de la cueva. -Comenta sonriendo.
Seguimos avanzando y en un momento dado apagamos las linternas. La oscuridad se cierne sobre nosotros y no puedo de dejar de pensar lo que significaría para el hombre de aquella época avanzar por las tinieblas. Seguimos adentrándonos en la cueva, en ocasiones rozando el suelo embarrado y manchandonos las manos y la ropa de aquel barro primigenio. Durante toda la visita tenía la sensación de visitar un lugar santo, como si de una catedral se tratara. La energía que desprendía era muy parecido a estos lugares sagrados. No era de extrañar que nuestros antepasados hubieran elegido un lugar como aquel para celebrar sus ritos. Marcas de dedos creando surcos en el barro hace milenios hacían que nuestra visita nos transportara más y más atrás en el tiempo. Nos aproximamos a una pared y a la luz de la linterna podemos ver la figura de un caballo perfectamente grabada en la roca. Cada detalle revelaba un trazo delicado, casi femenino. Mientras nos trasladabamos a otro punto de la caverna comentábamos este detalle con nuestro guía e fantaseamos con la idea de que las mujeres embarazadas dieran luz dentro de la cueva para luego salir al grupo con la nueva vida como si fuera la madre tierra la que lo hubiera engendrado.

Nos detuvimos. El silencio en el interior de la caverna era absoluto e inclinados en la zona más profunda de la cueva de Hornos de la Peña observábamos en silencio como la endeble luz de nuestra linterna rompía la oscuridad. Increíbles imágenes de caballos, uros y cabras habían desfilado ya delante de nuestros ojos que poco a poco se habían acostumbrado a la negrura de la cavidad. Pero nada era comparable a lo que aquella visita nos depararía. Nuestro guía, sentándose en el suelo nos indicó que mirásemos hacia el techo y… allí, como testigo mudo del paso del tiempo, la figura de un ser de entre 13.000 y 15.500 años se despertaba de entre las sombras y se revelaba ante nosotros . Mi pareja y yo nos miramos un instante sin saber muy bien que decir para a continuación poner la rodilla en tierra y casi en posición reverencial observar absortos a aquella figura atemporal que levantaba sus manos hacia el cielo y que nos reconectaba con algo ancestral. Fue un momento mágico y que no olvidaré en mí vida. Un ser antropomorfo, que incluso parecía tener una especie de pico, se encontraba perfectamente perfilado en la piedra y nosotros, estoy convencido de ello, le observabamos desde la misma posición y con la misma cara de asombro con la que le admiraban los hombres que habitaron esa cueva hacia milenios. Aquella figura tan primitiva, tan básica en sus líneas y formas, tenía tal potencia que os puedo asegurar que tenía alma. Ludovico, nuestro guía sonrió y después de dejarnos unos instantes de observación nos guió de nuevo por el interior de la cueva hacia la salida. A los pocos pasos me volví hacia atrás convencido de que vería la imagen de un viejo chaman iluminando la figura con una lámpara de tuétano, pero lo único que vi fue una oscuridad absoluta, eso sí, habitada por un ser que nos observaba desde ella…

Camino de la salida nos detenemos de nuevo ante una nueva figura, pero mí mente sigue pensando en la criatura que acababamos de ver. Era como si se hubiera quedado marcada en mí retina. Cuando salimos a la luz de el sol tuve la sensación de que era como ver la luz por primera vez. El agujero por el que habíamos salido se me antojaba pequeño y oscuro. Misterioso. Descendemos hasta el cobertizo a buen paso mientras aprovecho a preguntar sobre como se iluminaban en las cuevas porque no veía ningún resto de humo en las paredes ni residuo parecido.
-Usaban lámparas de tuétano. – Me aclara el siempre amable Ludovico. – Se extrae la grasa del interior del hueso y luego se pone en un recipiente con una mecha de origen vegetal. Esta luz no provocaba residuos y con esto se alumbraban en la oscuridad.

Continúo charlando con él un rato mientras me explica como fabricar pinceles con una especie de liana que crece en la zona. De hecho, me comenta que el es artista además de guía y prometo buscar alguna de sus obras en internet (cosa que he hecho y animo a buscar por Ludovico Rodríguez Liaño en Google para encontrar alguna de sus «prehistóricas obras»). Tras despedirnos y dejar la cueva atrás todavía sigo profundamente impactado con la visita. En alguna ocasión Iker Jiménez hacía referencia al «virus de las cuevas» y tengo la extraña sensación de que algo de mí mismo se ha quedado frente aquel extraño ser y barrunto que esta necesidad de introducirme en las entrañas de la tierra me acompañará el resto de mí vida. Pero había que proseguir viaje hasta nuestro destino final, las cuevas de Altamira. ¿Qué sorpresa nos depararía la capilla sixtina de la prehistoria?
FIN DE LA SEGUNDA PARTE
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